domingo, 27 de noviembre de 2011



PRÁCTICAS DEL LENGUAJE II
FOMENTAR LA ORALIDAD. LA NARRACIÒN EN LA SALA DE CINCO
(Extraído de Cuadernos para el aula/ Nivel Inicial: Narración y biblioteca)
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La narración es un patrimonio de todos y se aprende en la expresión del que
escucha. Cuando contamos algo, miramos la cara de quien nos oye y ahí vemos
reflejado el texto y lo modificamos, lo aceleramos o le damos suspenso, bajamos
la voz para crear intimidad, generamos climas con los tonos y la postura
de nuestro cuerpo, que entra en juego. Las preguntas e intervenciones de
nuestros alumnos durante una narración o lectura nos muestran sus construcciones
de sentido, sus hipótesis; nos llevan a aclarar, retomar o generar un espacio
de espera para que la narración misma responda, modifique o corrobore
las hipótesis.
Desarrollar la capacidad de narrar es un punto importante en la apropiación
de las palabras por parte de nuestros alumnos y es un modo privilegiado de que
cada uno se dé cuenta de sus propios saberes, de su propia interioridad. Los niños
y las niñas de 5 años tienen experiencias vividas y ven las cosas cada uno
a su manera, como todos, y pueden prestar, al contar a los otros estas experiencias
y saberes, su propio punto de vista. Y, por supuesto, los instrumentos para
la buena narración se aprenden narrando.
La revelación de lo cotidiano
Los relatos de lo cotidiano, de lo que sucedió en el día, que solemos usar
para abrir el trabajo en la sala, o las pequeñas exposiciones temáticas, incluso
los cuentos que se contaron... todo sirve para pensar y agilizar la espontaneidad
y la confianza que cada uno de los niños puede tener en sus propias palabras.
La estrategia de la ronda es interesante: desde la disposición física propone
un encuentro en donde todos podemos vernos. Pero, además, cuando
pensamos en una “ronda” en la cual se van a desplegar palabras, textos y lecturas
es para que, a partir del encuentro, las palabras nos ronden, nos rodeen,
rueden entre nosotros.
Y, en realidad, lo interesante, lo que es importante asegurar en esos momentos
es que aquello que los chicos dicen, lo que leen, las construcciones de
sentido que se hacen visibles a través de sus palabras y expresiones, rueden, rodeen,
reboten, giren, “queden picando” entre ellos.
Con nuestro propio nombre
En estas rondas dentro de las cuales nuestras palabras circulan nos conocemos
por el nombre. El nombre propio, completo, con sobrenombres y apellidos, genera
identidad y autoría. Identidad, en un sentido de pertenencia y de camino propio
al mismo tiempo, y autoría sobre lo que decimos, hacemos, pensamos al
imprimirles nuestro sello personal, nuestra marca, nuestra mirada particular.

El nombre propio –y seguimos hablando de nombres, apellidos y sobrenombres–
es la palabra a través de la cual nos llaman, nos recuerdan y nos convocan.
Y es una palabra espesa, con historia y significados profundos y cotidianos
que se encuentran en nuestra historia familiar.
Estas historias se remontan a un tiempo anterior a nuestra vida y forman parte
de nuestra propia historia y de la de los chicos. Historias cortas o largas, las
historias de los nombres, de cómo fueron elegidos, quiénes los eligieron y por
qué pueden entramarse con otras anécdotas y personas cercanas a nosotros y
se ligan con la vida de la comunidad en la que vivimos y/o nacimos.
Es interesante que los chicos puedan desplegar en la sala estas historias. Por
supuesto, no las de todos en un mismo día. Es importante que particularicemos
el momento de esa historia personal, que puede hacer el efecto de la “piedra en el
estanque” (como dice Gianni Rodari en su Gramática de la fantasía), que genera
ondas, mueve otras voces, convoca otros relatos, plantea interrogantes en los otros
chicos sobre su propio nombre, sobre su propia historia.
Al recuperar estos relatos sobre sus nombres y sobrenombres, los chicos van
construyendo su pertenencia, van armando un escenario personal en el cual pueden
instalarse. A veces, la historia del nombre se entrama con los viajes, las migraciones
familiares pasadas y las que actualmente protagonizan muchos de los mismos chicos;
se entreteje con las lenguas y las construcciones de significado de otras comunidades
a veces olvidadas y en muchos casos silenciadas. No siempre es fácil y alegre
conocer estas historias y siempre van a estar atravesadas por la lectura de quién
nos cuenta, que a la vez, se atravesará con nuestra propia lectura, que a la vez...
A partir de lo mucho o poco que los chicos conozcan de estas historia pueden
recuperan voces perdidas, lugares olvidados, a veces raíces de otras culturas.
A partir de la lectura que cada uno de los chicos hace sobre esto, del matiz
personal de su mirada, pueden ir construyendo su lugar en el mundo, su lugar
actual, que se arma y se proyecta con sus raíces y sus deseos. Un lugar personal
e interno desde el cual construir la identidad a lo largo de toda la vida.
Y entonces, el nombre de cada uno comienza a ser propio. Los chicos se lo van
apropiando letra a letra, lo modifican al darle su lectura y su voz, lo reeligen con uno
u otro matiz y lo escriben: es una escritura cargada de sentido. Es probable que, para
muchos, esta sea su primera palabra escrita. Y, obviamente, no hay en nuestra
sala un solo chico de nombre igual a otro, aunque lleven ese mismo nombre.
A partir de allí se puede jugar, se puede armar y explorar en sus sonidos, se pueden
desplegar otras palabras que empiezan como su nombre o como el de otro
compañero. ¡Esta palabra empieza con la B de mi nombre, con la letra mía!, dice
Bruno. O ¡Con la V de Valentina!, o ¡Esta tiene la de Pedro!, cuando ya conoce
el nombre escrito de su compañero. El nombre presta sus sonidos, sus letras, a otras palabras y los chicos pueden encontrar pautas de la construcción del lenguaje
escrito a partir del orden fijo e inalterable de sus letras. Exploraciones, descubrimientos,
encuentros, lecturas todas estas que sobrepasan la decodificación
de la palabra escrita. Juegos con los sonidos y las letras que de las palabras parten
y a ellas vuelven. Y nos rondan, disponibles, a la mano y a la voz de cada uno.
Voces y ecos: la historia propia y la tradición oral
Relatos íntimos: recuerdos y sueños
Siguiendo con este sentido de encuentro y de circulación de las palabras, pueden
plantearse rondas de recuerdos pequeños, mínimos: Me acuerdo cuando
levanté al pollito y era muy suavecito; Me acuerdo cuando en la playa vino una
ola y me tiró; Me acuerdo cuando me trajeron a mi perra Dalila, que era cachorra
y yo la alcé y se hizo pis; Me acuerdo cuando yo lloraba cuando era
chiquita y mi abuela me abrazaba fuerte...
Cada frase, cada recuerdo, encierra una historia, un contexto del cual la frase
se recorta como el momento más intenso. Muchas veces remiten a esas historias
familiares de las cuales hablábamos antes. Relatos divertidos, tristes, cotidianos,
interesantes de desplegar con todo el respeto que esa intimidad merece.
Otra opción es plantear rondas de sueños, que dan lugar a recordar y/o inventar
historias más disparatadas y con menos resolución lógica, un espacio para
fantasear en donde todo es posible. Nadie más que uno mismo es el testigo de
los propios sueños, terreno de deseos, narraciones indiscutiblemente ciertas. La
ruptura de la realidad y de la lógica genera efectos de humor muy interesantes y
de relaciones poéticas que abren el camino para explicar sensaciones. Es dar aire
a la imaginación, retorcer las palabras y las imágenes, resignificarlas, reinventarlas
cuando se juntan en formas nunca antes pronunciadas; crear lunas celestes
y perros verdes, vacas de seis patas y bichos gigantes.
Gianni Rodari llamaba “binomio fantástico” a este encuentro entre palabras y
decía que lo fantástico: “nace cuando en los complejos movimientos de las imágenes,
y en sus interferencias caprichosas, salta a la luz un parentesco imprevisible
entre palabras que pertenecen a cadenas diferentes” (Rodari, 2000: 11).
Así, se abre el juego a decir cosas inventadas, locas, divertidas; a generar el
extrañamiento en el lenguaje a partir de juntar de manera insólita las palabras
conocidas, o de inventar nuevas palabras, nuevos sonidos.
“Cuando aprenden que el lenguaje, al igual que el comportamiento, se norma
por reglas aceptadas, los niños empiezan a explorar las reglas y, claro está, a rom-

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perlas. Quieren descubrir la relación entre el sentido y el sinsentido, lo que significa
y lo que no. Descubren que uno puede decir ‘estoy muerto’ cuando es obvio
que no es así. Entonces explotan el sinsentido por el puro placer de su efecto, como
en: Un elefante se balanceaba/ sobre la tela de una araña... o cuando dicen
que oyen con su nariz y huelen con sus ojos. Separar los agentes o las ideas que
forman un todo es el meollo de los juegos de palabras”, así lo dice Margarte Meek
en En torno a la cultura escrita (Meek, 2004: 121, 122).
Raíces: la memoria comunitaria
En este punto aparecen otras lenguas y palabras que no son inventadas por los
niños sino que son variedades regionales de una lengua. Son las palabras que
heredamos de la comunidad a la que cada uno de nosotros pertenece; formas
de decir diferentes de cada región; otras palabras para nombrar las mismas cosas:
chico, gurí, guagua, pibe, botija, chango, por ejemplo. Es interesante pensar
que estas palabras surgen en las comunidades, son productos de su historia cultural
y tienen rasgos diferentes en su significación. No son sinónimos aunque se
refieran a lo mismo.
Es importante que estas otras palabras, estas otras formas de nombrar y sus
historias, sus raíces, los contextos comunitarios que las crean, tengan aire, lugar,
presencia en la escuela a través de la voz de los chicos que las heredan.
Muchas veces tenemos, en nuestra sala, alumnos pertenecientes a diferentes
comunidades. Chicos que traen otras palabras como lenguaje personal, usado cotidianamente y cuyo uso en la escuela, además de enriquecer y crear vínculos con
sus compañeros, favorece la formación de su identidad, los reconoce como personas
con historia propia, con su propia herencia cultural. Si los chicos no pudieran
decir sus palabras, sus modos –lo que realmente connota este otro modo de nombrar
de cada comunidad– tendrían negado el derecho a que su herencia personal,
de una enorme riqueza cultural y comunitaria, se despliegue. Y las palabras de los
chicos, sus verdaderas palabras, permanecerían invisibles.
También podemos hacer rondas de coplas y canciones, adivinanzas y trabalenguas,
dichos y refranes que suenan en la escuela y fuera de ella; enseñarnos
canciones y poemas los unos a los otros, y dar tiempo para que los niños
puedan recordar otras canciones y adivinanzas que aprendieron en las salas en
otro momento o que se escuchan en la comunidad en la que viven o en sus hogares.
Aquí también pueden aparecer lenguajes diferentes, a veces ocultos, silenciados,
tapados. Dice Laura Devetach: “Los actuales criterios de globalización
nos llevan, en los países latinoamericanos, a que descalifiquemos aún más
ese bagaje privado y compartido. Lo importante es poder operar y reflexionar
sobre el interjuego de estos elementos, sobre nuestra lengua, la escritura, la
lectura, aquí y ahora. Y sobre todo cómo enriquecer la textoteca de nuestros
chicos para que su bagaje no sea sólo bagaje masificado” (Devetach, 1999).
Se trata de ir al rescate de las raíces comunitarias, que se genera en la cultura
de lo cotidiano; darlas a luz, ponerles voz. En Oficio de palabrera, sostiene
también Devetach que: “la región no es solamente la flora, la fauna o la limitada
simplificación de algunas costumbres. La región es el lugar en el que se produce
y asienta una cultura de tipo participativa. Una red de mecanismos,
estructuras, procedimientos, modalidades, vida” (Devetach, 1991).